En la estación del metro en que me bajo para ir a trabajar, está todos los días pidiendo plata un mendigo. A pie pelado, con unos pantalones viejos y una camisa gastada, pone su mejor cara de pena y entre su barba cana y su pelo enmarañado resaltan sus dientes sucios y mal cuidados mientras de su garganta sale un penoso ruido que solo repite sin descanso: "Mamita, papito, tengo hambre, una moneíta, tengo hambre"Todas las horas punta son iguales. El mendigo de pie en medio del pasillo, estirando su mano a quien pase, con una mueca en su rostro que se asemeja a un llanto seco y que trata de conmover algunos corazones para recibir un par de monedas. Lo terrible es que todos los que pasamos tenemos claro que es solo un show, que el hombre no tiene hambre y que va descalzo porque ocultó los zapatos entre las matas del edificio para dar más pena mientras trabaja. Sin embargo, siempre alguien le da una moneda. Quizás por lástima, quizás por pena, quizás para purgar alguna culpa que no quieren expresar hay quienes pasan y sin mirarlo le entregan una moneda que probablemente irá para la caja de vino o la cajetilla de cigarros. Quizás lo hacen porque todos, de un modo u otro, mendigamos.
Hay quien mendiga amor de quien no quiere dárselo, quien mendiga atención de algún superior para conseguir algo de poder, o quien mendiga piedad a través de la manipulación . Incluso hay quienes se hacen odiar y temer para mendigar algo de respeto y los que viven como mártires para mendigar admiración.
Todos mendigamos, todos tenemos nuestra propia estación de metro donde gemimos por un poco de atención, donde escondemos nuestros zapatos para vernos más frágiles o fuertes o lo que sea y estiramos nuestras manos esperando recibir algo...