¿Por qué me gustan los superhéroes?
¿Por qué me gustan los
superhéroes? En gran medida porque las princesas me rechazaron.
Era chica, no sé si 6 o 7
años, cuando me disfracé de princesa para ir al cumpleaños de un vecino. Una
cliente de mi mamá, regia, alta y rubia (una verdadera Barbie ante mis ojos
inocentes) se ofreció para maquillarme y peinar los rizos que me había hecho
con rollos de papel higiénico, porque no tenía rizador, laca y toda la ilusión
de llevar esos bucles como las princesas de los cuentos que me contaban para
dormir.
Ella fue sacando los rollos
mientras me conversaba sin prestar mucha atención.
-Pero esto no te va a durar
nada, tú tienes el pelo chuzo y duro, nada de dócil.
Yo no sabía lo que era dócil,
pero entendí que no era bueno y la dejé que siguiera sin quejarme,
sintiendo que yo tenía la culpa.
-No, no hay forma.- El último
rollo voló y en mi cabeza había rizos tiesos de laca. Eran parecidos a lo que
yo quería, hubiera sido feliz con ellos en el cumpleaños. Sin embargo ella tomó
un cepillo y me hizo bajar la cabeza para cepillar desde la nuca.
-La idea es desarmarlos-
Decía mientras cepillaba furiosa- para que se vean naturales.
Me dolía cada pasada del
cepillo, pero seguía sin quejarme. Mi mamá estaba ocupada atendiendo a la
hermana de la señora y ni siquiera estaba pendiente de lo que ella hacía o
decía.
-Nooooo, no hay caso, si tu
pelo no es dócil, es duro, grueso, no hay forma de que se hagan rulos.
Me miré en el espejo y vi mi
pelo liso, opaco por la laca y lleno de estática por el feroz cepillado.
-Además, las princesas no son
morenas.-
Quería llorar, pero me
aguanté. Por alguna razón sentía que era mi culpa no tener el pelo rubio y
dócil y sentí rabia de no ser lo suficientemente linda y clara para ser parte
de ese mundo.
Fui al cumpleaños con el pelo
liso y opaco. Mi mamá no supo lo que había pasado. Me puso un cintillo y me
dijo que me veía preciosa. Yo me sentí fea toda la tarde y me daba lo mismo que
el falso se levantase y se me vieran los calzones cuando me sentaba o comer con
la mano, total, yo era un embuste, yo no podía ser una princesa.
Veo las fotos hoy en día y
aparezco con un cintillo chueco, las mejillas rojas y mal maquilladas, los
labios rojos y una expresión de hastío que me hace querer abrazar a esa niñita
y explicarle que no hizo nada malo, que su pelo sí era dócil y que aquella
señora no tenía idea de cómo tratarla.
Después de esa fiesta, nunca
más quise ser princesa ni saber de muñecas Barbie, nada que se pareciera a ese
ideal de belleza rubio y blanquito que yo no iba a alcanzar. En lugar de eso me
dediqué a subir árboles, pasear por el techo de mi casa, sacar damascos y
cerezas de los árboles del patio y paltas y nueces de los del colegio. Me ensucié
la cara y la ropa con el polvo y la transpiración, me raspé las rodillas, me
pelé los codos y disfruté de cuanto monito animado se me puso al frente.
Así descubrí un mundo nuevo y
mucho menos discriminador: Los superhéroes.
Conocí a un niño nerd del que
todos se reían que era capaz de escalar paredes y lanzar telarañas.
A un Playboy alcohólico que
se metía en un traje para ayudar a los desposeídos.
Un huérfano que se vestía de
murciélago para hacer justicia en las calles.
Un boy scout que se ponía los
calzoncillos sobre sus lycras y volaba para buscar a los malos
Un príncipe que con un
martillo imponía justicia
Un hombre verde que se volvía
loco y destrozaba todo a su paso.
Un soldado congelado
por casi 70 años que despertaba y hacía justicia siempre de acuerdo a sus
ideales y su honor…
Así puedo seguir enumerando
un montón más.
Lo que todos tenían en común,
más allá de los súper poderes o de tener plata a raudales era que todos tenían algo
que los hacía diferentes y más frágiles. Un nerd, un alcohólico, un huérfano,
un rechazado por su familia, un hombre solitario tratando de controlar su
carácter y evitando establecer lazos para no dañar a más gente.
Ahí calzaba perfectamente una
niñita fea.
Yo tenía la capacidad de
escalar árboles y, como era flaquita, de meterme en lugares donde nadie cabía.
Empecé a usar mis habilidades
para ayudar a mi familia y a mis pocos amigos.
El tiempo pasó y crecí. El
gusto por los superhéroes me quedó, pero porque fui entendiendo que no es
necesario tener súper fuerza o la capacidad de volar para hacer algo por los
demás. Ya lo dijo Batman: “Un héroe puede ser cualquiera, incluso un hombre que
hace algo tan simple y reconfortante como poner un abrigo sobre los hombros de
un niño pequeño para hacerle saber que el mundo no había terminado.”
Hoy en día, soy secretaria de
un colegio. No es un gran trabajo, no soy alguien importante, pero cada vez que
le digo a una niña “apréndase el teléfono de su mamá, porque si lo necesita en
una emergencia y está sola, puede llamarla.” Y ella llega días después con los
ojos brillantes a decirme “Miss, necesito llamar a mi mamá, ahora me sé el
número.” O simplemente reviso un raspón de rodillas, lo lavo, y consigo que
dejen de llorar, sé que hice algo grande. Sé que fui superhéroe por un momento
de alguien que me necesitó.
Más aún cuando hago algo por
mi hijo.
Cuando eres madre llevas una
capa puesta las 24 horas del día y desarrollas súper oído para escucharlo toser
en la noche; súper visión para encontrar los juguetes perdidos; mega
resistencia para pasar 2 o 3 noches en vela y seguir trabajando; súper fuerza
para cargarlo cuando se duerme aunque ya no des más de cansancio; 6° sentido
para adivinar una fiebre o una pena que se muestra a través de una rabieta…
En fin. Nunca fui una
princesa y estoy agradecida por eso. Hoy soy un súper héroe y puedo hacer mucho
más.
Mi debilidad, como en todos
los demás casos, también la guardo y la protejo. Porque esa niñita fea se quedó
viviendo conmigo y aparece en los momentos menos indicados, dejándome expuesta
y sin mis poderes por momentos, pero es algo con lo que puedo seguir viviendo...